Cronopio

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sábado, 22 de enero de 2011

Cine y literatura. ( Edgar Allan Poe y la fantasía) Por Tim Burton. "Vincent" (1982)







Vincent - Tim Burton

"Fue el primer cortometraje de Tim Burton. Se estrenó en 1982 junto a la película Tex y se incluyó, posteriormente, en el DVD de Pesadilla antes de Navidad.

Está basado en un poema que escribió Tim Burton y que cuenta la historia de un niño que quiere ser Vincent Price, el famoso actor de películas de terror. El propio Vincent Price hace las veces de narrador recitando el poema.

El cortometraje está realizado en stop-motion y su estilo es claramente expresionista.

Como en el caso de Amenábar, del que hablaba el otro día, en este cortometraje están las principales obsesiones del director, que luego desarrollaría: los personajes solitarios, la deformación de la realidad, la angustia suavizada por el humor, la excentricidad y ese estilo tan característico de Burton."




Tomado de: colección personal.

viernes, 14 de enero de 2011

Aporía: Aquiles y la tortuga.



La tortuga y Aquiles.




Por fin, según el cable, la semana pasada la tortuga llegó a la meta.
En rueda de prensa declaró modestamente que siempre temió perder, pues su contrincante le pisó todo el tiempo los talones.

En efecto, una diezmiltrillonésima de segundo después, como una flecha y maldiciendo a Zenón de Elea, llegó Aquiles.

FIN.

Augusto Monterroso.

El eclipse.




Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

Augusto Monterroso.

' PREGUNTITAS SOBRE DIOS '.

 
 
 
 
Un día yo pregunté:
Abuelo, dónde está Dios.
Mi abuelo se puso triste,
y nada me respondió.

Mi abuelo murió en los campos,
sin rezo ni confesión.
Y lo enterraron los indios,
flauta de caña y tambor.

Al tiempo yo pregunté:
¿Padre, qué sabes de Dios?
Mi padre se puso serio
y nada me respondió.

Mi padre murió en la mina
sin doctor ni protección.
¡Color de sangre minera
tiene el oro del patrón!

Mi hermano vive en los montes
y no conoce una flor.
Sudor, malaria, serpientes,
la vida del leñador.

Y que nadie le pregunte
si sabe donde está Dios.
Por su casa no ha pasado
tan importante señor.

Yo canto par los caminos,
y cuando estoy en prisión
oigo las voces del pueblo
que canto mejor que yo.

Hay un asunto en la tierra
más importante que Dios.

Y es que nadie escupa sangre
pa que otro viva mejor.

¿Que Dios vela por los pobres?
Talvez sí, y talvez no.
Pero es seguro que almuerza
en la mesa del patrón.
                             
                     Atahualpa Yupanqui.

BARUCH DE SPINOZA, por Jorge Luis Borges.




Bruma de oro, el Occidente alumbra
la ventana. El asiduo manuscrito
aguarda, ya cargado de infinito.
Alguien construye a Dios en la penumbra.
Un hombre engendra a Dios. Es un judío
de tristes ojos y de piel cetrina;
lo lleva el tiempo como lleva el río
una hoja en el agua que declina.
No importa. El hechicero insiste y labra
a Dios con geometría delicada;
desde su enfermedad, desde su nada,
Sigue erigiendo a Dios con la palabra.
El más pródigo amor le fue otorgado,
el amor que no espera ser amado. 
* * 
Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)
Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.
No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas. 
Libre de la metáfora y del mito
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquel que es todas Sus estrellas. 
* * *
JORGE LUIS BORGES (1899-1986). Poemas dedicados a Spinoza. Obras Completas, Edición RBA/Instituto Cervantes, 2005.

Epílogo.




A fuerza de tropezones, apenas en la edad madura llegué a ciertas verdades útiles a que algunos privilegiados, Maquiavelo, por ejemplo, llegaron muy niños o las tuvieron de nación. ¿Será culpa del trópico?
Ahí está el ombligo de este libro; quiero decir, que ya en el umbral de las sombras llegué a saber que la felicidad terrena está en proporción de la adaptabilidad social del individuo. Esta verdad la tienen los jesuitas desde el siglo XVIII y por eso son tan felices. El rey es mi gallo. Lo demás es Manjarrés.
En esta novela que leísteis me he deleitado en la pintura minuciosa del que habitó en mí durante mi niñez y juventud y que tanto me hizo padecer. Es, pues, algo de autobiografía. Reniego así de mi obra y vida anteriores, o, dicho con palabras más suaves, me despido del maestro de escuela. Hoy, viejo ya, me pesa el haber maltratado la realidad. Lo que suelen llamar verdad son los sueños de los desadaptados.
Este maestro que fui yo y que ya enterramos, no hizo sino dificultarme el camino. El que hoy habita en mi cuerpo es obediente como el agua, y así el cadáver que seré muy pronto irá en su automóvil de un solo pasajero, seguido de una lucida cola de senadores, directores, ministros e industriales.
¡Qué atrasados somos en Suramérica a este respecto! Sólo aquí se quedan enojados para siempre los candidatos presidenciales derrotados; que les robaron el triunfo es su eterna frase. En otras partes, el derrotado felicita al electo; obedecen a la realidad. ¡Qué amarga es la vida de los “solitarios maestros”, amancebados con “sus viejas verdades incomprendidas”!
El hombre es animal social. Por eso, al maestro de escuela “incomprendido”, un gran pánico comienza hacia los cuarenta años a amargarle los amaneceres. La gente no permite la libertad.
La sinceridad es de las vírgenes. ¿Soy acaso un sapo de tinajero? ¿Podía vivir así, debajo de mí mismo, nutriéndome de mí mismo? Creo que ya quedaron convencidos los que dudaban. El que haya aguantado más de los cuarenta y seis años que yo aguanté debajo de la fría alcarraza, en actitud de sapo nocturno, atisbando lo que no dijo que vendría, que me arroje la primera piedra.
Cierto es que a los del tinajero les corresponde “la gloria”, que es comida para muertos. A nosotros, realistas, dennos salud, poder y amor.
En los últimos días en que fui Manjarrés, ayer no más, tenía a ratos la sensación de que los otros me iban a echar encima sus automóviles cuando alguno de mis retornos nocturnos de beber café bajo las ceibas, y que a casa, a mi mujer e hijos, en “La Huerta del Alemán”, llevarían el cadáver feísimo de un “grande hombre incomprendido”. ¡Qué asco!
A este nuevo hombre que somos desde ahora, el busto dénselo en plata. Vendo la lápida también, por cincuenta.
Acaba de entrar un mulato y comenzó así: “Usted que es un pensador... Traigo este libro para que se suscriba...”, etc.
Si soy un pensador distinguido, interrumpíle, deme un peso... ¡No ve! Diciéndome eso, usted quiere coger mi dinero; y luego, usted sale y yo me quedo con “la gloria”. A mí, señor don pendejo, deme la gloria en plata.
El lector astuto verá tras estos sentimientos la vanidad cristiana del autor. A todos nos criaron en el sentimiento de ultramundos, “la gloria” y “la verdad”. ¿La humildad cristiana, por ejemplo? “El último será el primero”. Luego tenemos que se humillan para ser ensalzados, para despreciar en el Cielo a aquellos ante quienes se rebajaron en la Tierra.
Manjarrés está enterrado, pero se remueve en el hoyo. De ahí que, para rematarlo, haya sido preciso este epílogo tan largo. Yo, señores, no creo ya sino en la plata, la salud y el amor. No creo en astronomías. De hoy en adelante mi deleite será el ser don Tinoso; que si me apunto al cero, salga, y que mis candidatos sean los que van a ser electos; es decir, renuncio a filosofías y me hago profeta... de lo que vaya sucediendo.
Matar a Manjarrés, cuando habita en nosotros de nacimiento, es lo más difícil. Nietzsche y Marx, por ejemplo, dizque lo asesinaron: ¡Que mueran ya los predicadores de ultramundos!, gritaban, y ambos crearon ultramundos, el superhombre y cierta realidad... soñada.
¡No me hablen de contradicciones! Al segundo, ya era diferente del que parió mi madre, quien me hizo cabezón e infiel como la vida. ¿Soy acaso estacón de comino de alambrada de púas? ¿Soy por ventura habitación de ideólogos o de espíritus ciegos? Soy de carne y hueso; sufro las pasiones; padezco y reacciono; hoy río y mañana lloro. Estacón no, cagajón río abajo, sí.
Afortunadamente, los sufrimientos y el estudio de las vidas de los que están en “la gloria”, comiendo la comida hecha de paja, me fortalecieron el brazo para la puñalada en el corazón de Manjarrés. Ayer no más, una vieja sin rastros ya de halagos, llevó un cuadro a los yanquis, quienes le aplicaron sus máquinas y... ¡era un Rembrandt...! ¡Setecientos mil dólares! Y el viejo pintor murió de miseria, la enfermedad que duele mucho. ¡Vieja y yanquis hideputas! Hay que matar al Manjarrés, ¡oh jóvenes!
Sed tinosos: que el gallo que gane sea vuestro gallo. Lo demás es la vida de las sombras, vida en donde no hay ganas, en donde no hay dedos con qué tocar, paladar con qué gustar ni narices con qué oler.
Ahora, en vez de libros y de arte, daremos plata en mutuo, al tirón, como Marceliano. Venderé “La Huerta del Alemán”, y su precio, al uno y cuarto, intereses anticipados de un año, y decidme... ¿soy un pendejo? ¡Lo fui, lo fue el pobre maestro de escuela!
¿Y respecto de la honradez? Un pariente de mi mujer, comerciante que murió viejo y que se llamaba Macario, no pudo hallar el lindero preciso de la estafa y el comercio; murió en la duda de cuál de esas dos industrias había ejercido en su almacén. Es como los jesuitas y los Hermanos Cristianos, que cambian anualmente los textos para ejercer la industria de librería. ¿Roban o negocian? Es lo mismo, y désele el nombre que se le diere, ellos ejercen el dominio de la Tierra y del Cielo. “La bondad”, “la verdad”, “la honradez”, etc., son de libros, invenciones de los astutos; en la tierra de Adán y Eva no hay sino la causalidad, que es fría, inexorable.
Si lo único es la fría causalidad ¡pues llevemos siempre en el bolsillo los apuntes de cómo debemos obrar y reaccionar en cada caso! ¿Para qué somos el animal inteligente? Para que cada acto sea ejecutado con un propósito. La naturalidad es animal; esto en la vida y en el arte; lo humano es la inteligencia. De ahí que la escuela naturalista haya acabado con las buenas maneras y con las reglas, hundiendo al hombre nuevamente en la animalidad primitiva.
Decir lo que sentía y pensaba fue la inmunda práctica de Manjarrés. Eso lleva al nudismo y al vivir a la enemiga.
Decir lo que debo y ocultar mis perjudiciales sentimientos, es la norma del que asesinó a Manjarrés.
¡Dénme el busto en plata!
¡Qué difícil convertirme en don Tinoso, gran lambón del presupuesto! Acabo de llegar del aeródromo de encontrar al candidato. Los jefes estaban borrachos y me miraron con desconfianza, como diciendo: ¿A qué viene Manjarrés? Resulta que arrastro el cadáver del maestro de escuela; éste no me abandona. ¡Lo escupiré, lo insultaré!
Los “jefes” corrían y se empujaban en brega sudorosa por colocarse en donde el candidato les viese. A mí no me vio; el cadáver de Manjarrés me paralizó en un rincón. Hice un esfuerzo y le compré a “uno” un escudo con el retrato del hombre que íbamos a recibir. ¿No te avergüenza ponerte eso en la solapa?, gritóme el cadáver, y no fui capaz...
Mi mujer: —¿Cómo te fue?
Yo: —No me vio, no pude hacer que me viera el candidato.
Soy ahora un enredo de incertidumbre; me pregunto: el que asesina al maestro de escuela, ¿quedará condenado a ser el cadáver del “grande hombre incomprendido”? ¿Será imposible abandonar su demonio interior?
Pero veo que no he logrado darle forma a mi estado de ánimo; ensayaré con otras imágenes, así:
Había un escriba en el Tribunal, treinta pesos de sueldo, casado hacía quince años y su mujer dizque era horra. Al fin aprendió y se dedicó a lambón; le ascendieron a sueldo de ochenta pesos y al año parió la vieja.
Y así, una vez en que vino una señora de Bogotá, horra también, dizque a beber agua de La Ayurá, que dicen que hace empreñar a las más duras, y a hacerle novena al Señor Caído de la Candelaria, que también dicen que preña, el escriba del Tribunal dijo: ¡La novena que se la haga al Señor Parado!
Quiere decir que todo lo que llaman milagros proviene de la energía vital, y que ésta es la adaptabilidad: salud, dinero y poder.
Los “genios” son siempre langarutos, pingofríos, consumidores de la insípida comida de los muertos: “la gloria”, “el Cielo”, etc. Las vitaminas cuestan dinero; el dinero lo tienen los poderosos; los poderosos protegen a los que se “adaptan”; luego... hay que asesinar al Manjarrés.
Argumentarán que los “genios” anuncian la realidad futura...
Anúncienla o no, llegará, y cuando llegare estaremos con ella. ¡Bonita profesión esa de profetas, que no comen del plato que está en la mesa porque olfatean el que preparan en la cocina, y que no prueban de éste, cuando llega, porque olfatean otro; ¡y se imaginan que llega porque ellos lo anuncian! Son los Señores Caídos, castos, abstemios, meafríos.
Termino avisando que ha muerto definitivamente el maestro de escuela de Envigado. Todo lo que hace la gente colombiana lo hará el don Tinoso que soy; lo que hicieron don Bernardo y el de la Colombiana de Tabaco, lo haré mejor; todo, toda acción inmunda, menos... una que no diré porque me perjudicará y ya es hora de principiar el fácil camino.
Perdonad, señores. Sí la haré: cada vez son más apagadas las protestas que salen del hoyo donde yace el loco. ¿No pertenezco, por ventura, al pueblo más vil, al antioqueño? Si mi pueblo todo lo vende; si el oro le convierte en palacios las letrinas que habita, ¿por qué no podré...?
Requiescat in pace. Ahora sí estoy muerto.
Ex Fernando González
La Huerta del Alemán, Envigado, 12 de febrero de 1941.

Tomado de : "El maestro de escuela" http://www.otraparte.org/ideas/1941-maestro.html                                                                

ELOGIO DE LA DIFICULTAD.



Conferencia leída el día viernes 21 de noviembre de 1980 en el acto en que la Universidad del Valle le concedió el Doctorado Honoris Causa en Psicología, como reconocimiento a sus méritos académicos e intelectuales. Tomado dl libro Elogio a la Dificultad y otros ensayos. Edición a cargo de Alberto Valencia. Fundación Estanislao Zuleta, Cali, 1994.


La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de Cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y por tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.
Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, si no fuera porque constituyen el modelo de nuestros propósitos y de nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo, en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada, de las reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas. Puede decirse que nuestros problemas no consisten solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos; que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala – cuna de abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido.
Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar.
Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia – por la desgracia – de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medio que procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que se atrevieran a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien máscaras de malignos propósitos. En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro – y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo -, o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la Razón que consiste en la petición de un fundamento último e incondicionado de todas las cosas, así también hay un verdadero abismo de la Acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la “causa” absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.
Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso particular – todo lo son – como la designación misma de la realidad y los otros como ceguera o mentira.
El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por si mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por participación, separan un interior bueno – el grupo – y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.
Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que cae el concepto de respeto. No se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una critica, válida también en principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción apocalíptica de la historia las normas y las leyes de cualquier tipo, son vistas como algo demasiado abstracto y de encarnar la Promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.
Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente que se aprenda a valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado o estimado sólo negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social racional e igualitaria sigue siendo necesario y urgente. A la desidealización sucede el arribismo individualista que además piensa que ha superado toda moral por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida cualitativamente superior.
Lo más difícil, lo más importante, lo más necesario, lo que de todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades.
Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica; es decir el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasos y los errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El discurso del otro no es más que un síntoma de sus particularidades, de su raza, de su sexo, de su neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados.
Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una doble falsificación, no solo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo.
La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.
En el carnaval de miseria y derroche propio del capitalismo tardío se oye a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad.
Dostoievski nos enseñó hasta donde van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana: van no sólo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la razón.
Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el sicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado.
Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:

“También esta noche, Tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor.
Y alientas otra vez en mi
La aspiración de luchar sin descanso
Por una altísima existencia”.

Estanislao Zuleta.

jueves, 13 de enero de 2011

“Mensaje”: entre tango y filosofía.



“La ética no es una abstracción que sobrevuela y se evapora como una nube. La ética es algo concreto, un recurso en la vida, algo que se palpa, que se construye, que se experimenta en nuestros vínculos de cada día”
(Sergio Sinay: “Elogio de la responsabilidad”, Ed. Del Nuevo Extremo, Bs. As., 2005).


Hablar con propiedad de Enrique Santos Discépolo precisaría de más espacio –y tiempo- del que hoy puedo disponer. Sin embargo el tema de los valores humanos es una constante en su poética, y esta tarde me interesa conversar con Uds. sobre lo que expresa el estribillo de su tango Mensaje:
Bueno y nada más,
que siendo bueno,
no hay odio, ni injusticia, ni veneno
que haga mal...

Hay entre poesía y filosofía una relación de muchos siglos, como modo de acceso a la Verdad. Así estas estrofas de “Mensaje” se descubren como verdadera filosofía, destilada en un tango y al ritmo del 2x4. Esos cuatro versos son para mí filosofía pura, no académica, no artificiosa. Quisiera entender a la filosofía como la revelación de ciertas cosas que le suceden al hombre, y que solo algunos pueden verlas, distinguirlas, y echar luz sobre ellas. Descubrirlas, reconocerlas, ponerlas a la vista es asunto humano relevante, y más si el tango es el vehículo de tal reflexión. Imagínense leyendo un artículo del periódico que dice “tres chicos se mueren de hambre cada minuto”. No puede compararse con el impacto de oír: “Sus pibes no lloran por llorar, / ni piden masitas, / ni chiches, ni dulces... ¡Señor!... / Sus pibes se mueren de frío / y lloran, hambrientos de pan...” (Pan, Tango, 1932, Música: Eduardo Pereyra, Letra: Celedonio Flores).

En Cambalache, su canción más difundida internacionalmente, Discepolín nos habla en tono escéptico sobre la naturaleza humana. Pero Cátulo Castillo, autor de la letra del póstumo tango “Mensaje”, escribe unos versos inspirados en el reciente fallecimiento del amigo, y prefiere ir -derecho viejo- a hablar sobre la bondad, así, dicho en minúsculas y sin falsas esperanzas. Esta bondad implicaría actuar en cierto sentido deseable, o para decirlo de otra manera, sería no hacer mal, sin intervención ni control. “Bueno y nada más que siendo bueno...” A mis 83 años sigo creyendo que la bondad ES en el hombre, que no existe fuera de él. Si éste recurre a mentir, a arrebatar, a robar es por necesidad o ignorancia. Y me animo a pensar que Discépolo compartiría este principio, ya que todas sus reflexiones apuntan a la dimensión de la ética.
Hubo una corriente literaria –y filosófica- que supuso al hombre bueno, y a la civilización creadora, formadora de su maldad. No me parece un pensamiento desacertado, solo que ahora quizás debiéramos hablar del Sistema, antes que de “civilización”, palabra que nos queda demasiado grande a la luz de los retrocesos que implican las guerras y el hambre de ayer y hoy. Si la ética parte de considerar al prójimo como distinto a mí, y por eso mismo semejante en la diversidad, veo que lo que escribió Castillo va más allá que lo que él mismo pudo imaginar a la hora de garabatear esos versos de “Bueno…”. Con ese mensaje y el valor de la verdad, corporizado en no mentir, es la base de toda ética que se precie de tal.

Solidario Alvo.






Mensaje
Tango
(1952)
Música: Cátulo Castillo
Letra: Enrique Santos Discépolo
Hoy, que no estoy,
como ves, otra vez
con un tango que no puedo gritar...
Yo, que no tengo tu voz...
Yo, que no puedo ya hablar...
Mensaje
con que mi vieja ternura
de criatura
te está prestando coraje...
Yo, que a lo largo del viaje
sufrí tus ultrajes
en mi soledad...
Nunca quieras mal,
total
la vida ¡qué importa!
Si es tan finita y tan corta
que al fin,
el piolín se corta...
No te aflija el esquinazo
del dolor,
y si el amor te hace caso,
no le niegues tu pedazo
de candor,
que es lindo creerle al amor...
Bueno y nada más,
que siendo bueno,
no hay odio, ni injusticia, ni veneno
que haga mal...
Y hoy, que no estoy
me da pena no estar
a tu lado, cinchando con vos...

Vos, que me hiciste llorar...
vos, que eras todo rencor...
Mensaje...
Mensaje con que te digo
que soy tu amigo
y tiro del carro contigo...
Yo, tan chiquito y desnudo
lo mismo te ayudo
cerquita de Dios.








Los esfuerzos por enseñar.

Ciencia versus religión.

¿Qué es la filosofía?, por Mafalda.




¿Qué es Ilustración?




La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.
La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.
Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.
Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.
Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración.
Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer.
Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas --cuidadosamente examinadas y bien intencionadas-- acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función --en tanto conductor de la Iglesia-- como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.
Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto --hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así-- mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación.
Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual --con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos-- o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.
Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o "el siglo de Federico".
Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos --sin perjuicio de sus deberes profesionales-- pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.
He puesto el punto principal de la ilustración --es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable-- en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.
Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.

Immanuel Kant:

miércoles, 12 de enero de 2011

El Canon del mañana.




THE WESTERN CANON, DE HAROLD Bloom, define el canon literario como “la selección de libros en nuestras instituciones educativas” y sugiere que la verdadera pregunta a que da lugar es: “¿Qué debe intentar leer el individuo que todavía desea leer, en esta etapa tan avanzada de la historia?”.
Y señala que, en el mejor de los casos, en un solo lapso de vida es posible leer sólo una pequeña fracción del gran número de escritores que vivieron y trabajaron en Europa y el continente americano, sin considerar a aquellos de otras partes del mundo.

Aun si nos apegamos sólo a la tradición occidental, ¿qué libros debería leer la gente? No hay duda de que la sociedad y la cultura occidentales han sido influidas por Shakespeare, La divina comedia de Dante y —remontándose en el tiempo— Homero, Virgilio y Sófocles. Pero ¿somos influidos por ellos porque realmente los hemos leído de primera mano?

Esto me trae a la mente el argumento de Pierre Bayard en Cómo hablar sobre los libros que no ha leído, de que no es esencial leer realmente un libro de principio a fin para comprender su gran importancia. Es evidente actualmente, por ejemplo, que la Biblia ha tenido una profunda influencia tanto en la cultura judía como en la cristiana en Occidente, e incluso sobre la cultura de los no creyentes; pero esto no significa que todos los que hayan sido influidos por ella la hayan leído de principio a fin. Lo mismo puede decirse de las obras de Shakespeare o James Joyce. Para ser una persona culta, o un buen cristiano, ¿es necesario haber leído el Libro de los Reyes o el Libro de los Números? ¿Es necesario haber leído el Eclesiastés, o es suficiente saber meramente de segunda mano que condena la “vanidad de las vanidades”?

Lo siguiente es que el interrogante del canon no se homologa con el de los programas de estudios, que representan el conjunto de obras que un estudiante debe haber leído para cuando termina sus estudios.

Hoy en día el problema es más complicado que nunca antes, y durante una reciente conferencia literaria internacional en Mónaco, hubo un debate sobre el lugar del canon en la era de la globalización. Si las ropas de diseñador “europeas” se producen en China, si usamos computadoras y autos japoneses, si incluso en Nápoles comen hamburguesas en lugar de pizzas —si, en suma, el mundo se ha contraído a dimensiones provinciales, con estudiantes inmigrantes en todo el mundo que piden se les enseñen sus propias tradiciones—, entonces ¿cómo luciría el nuevo canon?

En ciertas universidades estadounidenses la respuesta ha surgido en la forma de un movimiento que, en vez de ser “políticamente correcto”, es políticamente tonto. Ya que tenemos muchos estudiantes negros, han sugerido algunas personas, enseñémosles menos Shakespeare y más literatura africana. Un chiste fino a costa de todos esos chicos destinados a salir al mundo sin comprender las referencias literarias universales como el soliloquio de “ser o no ser” de Hamlet; y por tanto condenados a seguir al margen de la cultura dominante. Si acaso, el canon existente debería ser ampliado, no desplazado. Como se ha sugerido recientemente en Italia en relación con las lecciones semanales de religión en la escuela, los estudiantes deben aprender algo sobre el Corán y las doctrinas del budismo, así como los Evangelios. Asimismo, no sería mala idea si, además de sus lecciones sobre la civilización griega antigua, los estudiantes de bachillerato aprendieran algo sobre las grandiosas tradiciones literarias árabe, india y japonesa.

No hace mucho tiempo fui a París a participar en una conferencia a la que asistieron intelectuales europeos y chinos. Fue humillante ver cómo nuestros colegas chinos conocían todo sobre Emmanuel Kant y Marcel Proust, sugiriendo paralelos (fueran correctos o erróneos) entre Lao Tzu y Friedrich Nietzsche, mientras la mayoría de los europeos entre nosotros apenas podían ir más allá de Confucio, y a menudo sólo con base en análisis de segunda mano.

Hoy, sin embargo, este ideal ecuménico se enfrenta con ciertas dificultades. Se puede enseñar a los occidentales jóvenes La Ilíada porque han oído algo sobre Héctor y Agamenón, y sus conocimientos rudimentarios de la cultura incluyen expresiones como “el juicio de París” y “talón de Aquiles” (aunque en un reciente examen de admisión de una universidad italiana, un solicitante pensó que el término “talón de Aquiles” se refería a una enfermedad, como la rodilla de mucama o el codo del tenista). Sin embargo, ¿cómo se puede interesar a esos estudiantes en el poema épico en sánscrito del Mahabharata, o los poemas en el Rubaiyat de Omar Khayyam en tal forma que esas obras persistan en su memoria? ¿Realmente podemos adecuar la educación para que se adapte al mundo globalizado cuando la vasta mayoría de los occidentales cultos no tienen idea alguna de que, para los georgianos, uno de los mayores poemas en la historia literaria es “El caballero de la piel de pantera”, de Shota Rustaveli? ¿Cuándo los eruditos ni siquiera pueden ponerse de acuerdo sobre si, en la versión georgiana original, el caballero del poema está usando de hecho una piel de pantera, y no una de tigre o una de leopardo? ¿Siquiera llegaremos tan lejos?, o debemos seguir preguntando simplemente: “¿Shota qué?”.
Humberto éco. 
Tomado de:
http://www.elespectador.com/impreso/columna-242150-el-canon-del-manana   http://www.elespectador.com/impreso/columna-242150-el-canon-del-manana

De la inconstancia de nuestras acciones.



Los que se emplean en el examen de las humanas acciones, nunca se encuentran tan embarazados como cuando pre-tenden armonizar y presentar bajo el mismo tono los actos de los hombres, los cuales se contradicen comúnmente de tan extraña manera, que parece imposible el que pertenezcan a un mismo cosechero. El joven Mario mostrose unas veces hijo de Marte, e hijo de Venus otras. Del pontífice Bonifacio VIII dícese que entró en el ejercicio de su cargo como un zorro, que se condujo como un león y que murió como un perro. ¿Y quién hubiera jamás creído de Nerón, imagen verdadera de la crueldad, que al presentarlo para que la firmase una senten-cia de muerte, respondiese: «¡Pluguiera a Dios que nunca hubiera aprendido a escribir!» Tal dolor lo ocasionaba la condenación de un hombre. Ejemplos semejantes son abun-dantísimos; cada cual puede hallarlos en sí mismo, y yo en-cuentro peregrino el ver que las personas de entendimiento se obstinen en armonizar actos tan contradictorios, en vista de que la irresolución me parece el vicio más común y visible de nuestra naturaleza, como lo acredita este famoso verso de Publio, el poeta cómico:
Malum consilium est, quod mutari non potest. 1
Puede haber asomo de razón en juzgar a un hombre por los más comunes rasgos de su vida, pero en atención a la na-tural instabilidad de nuestras costumbres e ideas, entiendo que hasta los buenos autores hacen mal obstinándose en formar del hombre una contextura sólida y constante: eligen un principio general, y de acuerdo con él ordenan o interpre-tan las acciones, y si no logran acomodarlas a la idea precon-cebida, toman el partido de disimular las que no entran en su patrón. Augusto escapa a sus apreciaciones, pues en tal hom-bre se reunieron una variedad de actos tan rápidos y conti-nuos durante todo el curso de su vida, que no ha sido posible, ni siquiera a los historiadores más arriesgados, formular so-bre él un juicio estable. Creo que la cualidad dominante en los hombres es la inconstancia; la cualidad contraria rara vez se ve en ellos; quien los juzgare al por menor, menudamente se acercará más a la verdad. Es difícil encontrar en toda la anti-güedad una docena de hombres que hayan dirigido su vida conforme a principios seguros, lo cual constituye el fin prin-cipal de la filosofía; comprendería en síntesis, dice un escritor antiguo, y no acomodaría a nuestra vida, es querer y no que-rer constantemente una misma cosa; yo me permitiría añadir, siempre y cuando que la voluntad fuese justa, pues si no lo es, es imposible que sea constantemente una. En efecto, yo sé de antiguo que el vicio no es más que desarreglo y falta de medida y, por consiguiente, es imposible suponerle constancia. Atribúyese a Demóstenes la siguiente máxima: «El fundamen-to de toda virtud, es la consultación y deliberación; su fin la perfección y constancia.» Si mediante la razón emprendiéra-mos determinado camino, tomaríamos el mejor, mas nadie abriga tal pensamiento
Quod petit, spernit; repetit quod nuper omisit;
aestuat, et vitae disconvenit ordine toto. 2
Nuestra ordinaria manera de vivir consiste en ir tras las inclinaciones de nuestros instintos; a derecha e izquierda, arriba y abajo, conforme las ocasiones se nos presentan. No pensamos lo que queremos, sino en el instante en que lo que-remos, y experimentamos los mismos cambios que el animal que toma el color del lugar en que se le coloca. Lo que en este momento nos proponemos, olvidámoslo en seguida; luego volvemos sobre nuestros pasos, y todo se reduce a movimien-to e inconstancia;


Ducimur, ut nervis alienis mobile lignum. 3
Nosotros no vamos, somos llevados, como las cosas que flotan, ya dulcemente, ya con violencia, según que el agua se encuentra iracunda o en calma:
Nonne videmus,
quid sibi quisque velit, nescire, et quaerere semper,
commutare locum, quasi onus deponere possit? 4
cada día capricho nuevo; nuestras pasiones se mueven al compás de los cambios atmosféricos:
Tales sunt hominum mentes, quali pater ipse

Juppiter auctiferas lustravit lumine terras. 5
Flotamos entre pareceres diversos; nada queremos libre-mente, absolutamente, constantemente. Si alguien se trazara y se estableciera determinadas leyes y régimen concreto de vida, veríamos que en su conducta brillaba una armonía ca-bal, y en sus costumbres un orden y una correlación infali-bles, lo mismo que en todos los actos de su existencia. Empé-docles advirtió la siguiente contradicción en los agrigentinos, quienes se entregaban a los placeres como, si hubieran de morir al otro día, y edificaban como si su vida hubiera de du-rar siempre. El plan de vida sería bien fácil de realizar, como puede verse por el ejemplo de Catón, el joven: quien ha toca-do una tecla, las ha tocado todas; es una armonía de sonidos bien acordados que no puede desmentirse. No seguimos no-sotros tan prudente ejemplo; formamos tantos juicios parti-culares como actos realizamos. Lo más seguro, en mi opinión, sería acomodarlos a las circunstancias próximas, sin entrar en investigación más detenida, y sin deducir otra consecuen-cia.
Durante los estragos de nuestro pobre Estado me conta-ron que una muchacha nacida cerca del lugar en que yo, me hallaba, se había precipitado de lo alto de una ventana para escapar a los ardores de un soldado, huésped suyo; la caída la dejó con vida, y para comenzar de nuevo su empresa quiso clavarse en la garganta un cuchillo, intento que al pronto pu-do impedirse, pero luego se hirió fuertemente. Confesó la joven que el soldado no había empleado con ella más que jue-gos, solicitaciones y presentes, pero que sintió miedo de que lograra su propósito; al hablar así, sus palabras, su continente y hasta la sangre que brotaba de su cuerpo daban testimonio de su virtud, cual si fuera nueva Lucrecia. Pues bien, yo he sabido que antes y después de este suceso la muchacha había sido mujer alegre, y no tan difícil de abordar. Como dice el cuento: «Por hermoso y honrado que seas no deduzcas, al no conseguir tu propósito, que tu amada es casta e inviolable; no puede asegurarse que algún mulatero deje de encontrarla en su cuarto de hora.»
Habiendo Antígono cobrado afecto a uno de sus soldados por su esfuerzo y valentía, ordenó a sus médicos que le cura-sen de una larga enfermedad que le venía atormentando tiempo hacía; y advirtiendo después de la curación que cumplía flojamente con sus deberes, le preguntó quién le hab-ía cambiado y hecho cobarde: «Vos mismo, señor, respondió el soldado, al descargarme de los males que me hacían la vida indiferente.» Un soldado de Luculo fue desvalijado por sus enemigos y llevó a cabo contra ellos una lucida hazaña; cuan-do se hubo reintegrado de la pérdida, Luculo le tuvo en buena opinión, y quiso emplearle en una expedición arriesgada va-liéndose de las mejores advertencias que se le ocurrieron pa-ra animarle.
Verbis, quae timido quoque possent addere mentem 6:
«Servíos, le contestó, de algún miserable soldado saquea-do»,
Quantum vis, rusticus: Ibit,
ibit eo, quo vis, qui zonam perdidit, inquit 7,
y rechazó resueltamente el ir donde se le mandaba. Cuan-do leemos que Mahoma ultrajó y trató con dureza excesiva a Chasán, jefe de los genizaros, porque a pesar de ver sus tro-pas malparadas por las de los húngaros se conducía cobar-demente en el combate, y que Chasán por toda respuesta se lanzó solo, furiosamente, en el estado en que se encontraba, con las armas en la mano, en el primer cuerpo enemigo que se presentó ante sus ojos, la acción no es en el fondo justifica-ción, sino enajenamiento; no es proeza natural, sino nuevo despecho. Aquel a quien ayer visteis tan dado a las aventuras no extrañáis verle poltrón mañana; merced a la cólera, a la necesidad, a la compañía, al vino, o al sonido de una trompeta había hecho de tripas corazón; su arrojo no tuvo por origen el sereno raciocinio, las circunstancias le impelieron, y no es maravilla que sea otro hombre movido por acontecimientos contrarios. Esta variación y contradicción tan versátiles que se ven en nosotros, han sido causa de que algunos piensen

que tenemos dos almas, y otros que estamos dotados de dos fuerzas distintas, las cuales nos acompañan y agitan de modo diverso, hacia el bien la una y la otra hacia el mal, porque no concibieron que tan brusca diversidad de actos emanaran de un solo espíritu.
No sólo me afectan los accidentes exteriores, sino que además yo mismo experimento alteración y mudanza por la instabilidad de imposición; y quien detenidamente se exami-ne encontrará que el mismo estado de espíritu rara vez se re-pite de nuevo. Yo imprimo a mi alma a un aspecto, ya otro, según el lado a que la inclino. Si de mí mismo hablo unas ve-ces de diverso modo que otras, es porque me considero tam-bién diversamente. Todas las ideas más contradictorias se encuentran en mi alma, en algún modo, conforme a las cir-cunstancias y a las cosas que la impresionan: vergonzoso, in-solente; casto, lujurioso; hablador, taciturno; laborioso, negli-gente; ingenioso, torpe; malhumorado, de buen talante; men-tiroso, veraz; sario, ignorante; liberal, avaro y pródigo; todas estas cualidades las veo en mí sucesivamente, según la direc-ción a que me inclino. Quien se estudie atentamente encon-trará en sí mismo y hasta en su juicio igual volubilidad y dis-cordancia. Yo no puedo formular ninguno sobre mí mismo que sea concluyente, sencillo y sólido, sin confusión y sin mezcla, tampoco resumirlo en una palabra: Distingo es el término más universal de mi lógica.
Aun cuando yo me incline siempre a elogiar las buenas obras y a interpretar más bien en buena parte las acciones que muestran ser dignas de alabanza, sucede que la singula-ridad de nuestra condición hace que por el vicio mismo muchas veces seamos impulsados a practicar el bien (si el bien obrar no se juzgase por la sola intención que lo guía), según lo cual un hecho valeroso no presupone un hombre valiente: el que lo fuera en realidad seríalo siempre, en todas ocasio-nes. Si se tratara realmente de una virtud acostumbrada y no de un rasgo imprevisto, la acción valerosa haría al hombre igualmente resuelto para afrontar todos los accidentes que le sobrevinieran, lo mismo encontrándose solo que acompaña-do; así en campo cerrado como en una batalla, pues dígase lo que se quiera no hay distinto valor en la calle que en campo raso; tan valientemente soportaría una enfermedad en su cama, como una herida en un campamento, no temería la muerte en su lecho como no la tiene miedo al encontrarse en un asalto; no veríamos al mismo hombre conducirse unas ve-ces con bravura y atormentarse luego por la pérdida de un hijo o por la de un proceso; cuándo cobarde hasta la infamia, cuándo firme en la miseria; y otros a quienes asusta la navaja de afeitar del barbero, que permanecen firmes contra la es-pada de sus adversarios. La acción es digna de alabanza en todos esos casos, no el hombre que la realiza. Algunos grie-gos, dice Cicerón, no podían soportar la vista del enemigo, y en cambio resistían tranquilos las enfermedades. Los cim-brios y los celtíberos experimentaban lo contrario: Nihil enim potest esse aequabile, quod non a certa ratione proficiscatur 8.
No hay valor que pueda compararse, en el orden militar, con el de Alejandro Magno, pero el esfuerzo de su ánimo, aunque de una sola especie, y en esta misma incomparable, como todo, tiene todavía sus puntos débiles, los cuales hacen que le veamos descomponerse ante las más leves sospechas de las maquinaciones que los suyos tramaban contra su vida, y conducirse en ellas con vehemente injusticia y con un temor que oscurecía las luces de su razón. La superstición, que tam-bién le dominaba, es en algún modo prueba de pusilanimi-dad; y el exceso de penitencia que hizo con motivo de la muerte de Clito testifica igualmente la desigualdad de su ánimo. Nuestra conducta se compone de partes heterogéneas y desligadas, con las cuales pretendemos alcanzar un honor ilegítimo. La virtud no consiente ser practicada sino por ella misma, y si muchas veces se aparenta su aspecto para ejecu-tar un acto que se aparte de ella, muy luego nos arranca la máscara del semblante; es la virtud a manera de vivísimo e intenso colorido que no se separa del alma sino haciéndola añicos. He aquí por qué para juzgar a un hombre es preciso seguir sus pasos desde los comienzos, e inquirirse de los pormenores más nimios; si la constancia no se descubre en sus acciones, cui vivendi via considerata atque provisa est 9; si la variedad de acontecimientos modifica la dirección de sus pasos (no digo la rapidez, porque el paso puede apresurarse o acortarse), dejadle correr, ése sigue la dirección adonde el viento le lleva, como reza la divisa de nuestro Talebot.
No es maravilla, dice un escritor antiguo, que el acaso pueda tanto sobre nosotros, pues que por acaso vivimos.

Quien no ha enderezado su vida hacia un determinado fin es imposible que pueda ser dueño de sus acciones particulares; es imposible que ponga en orden las piezas de que se compo-ne un conjunto, quien no tiene de antemano en el espíritu la idea de ese mismo conjunto. ¿Para qué serviría la provisión de colores a quien no supiera lo que tenía que pintar? Ningu-no hace de su vida designio determinado, ni delibera sino por parcelas. El arquero debe primeramente saber el punto don-de dirige el dardo; luego acomodar la mano, el arco, la cuerda y los movimientos: nuestros consejos nos extravían porque carecen de dirección y de fin; ningún viento sopla para el que no se dirige a un puerto determinado. No soy del parecer de los jueces que encontraron que Sófocles era apto para el ma-nejo de las cosas domésticas contra la acusación de su hijo, por haber presenciado la representación de una de sus trage-dias; ni apruebo tampoco lo que los parios conjeturaron cuando fueron enviados para reformar a los milesios: al visi-tar aquéllos la isla se fijaron en las tierras que estaban mejor cultivadas y en las casas de labor mejor gobernadas; registra-ron el nombre de los dueños de unas y otras, reunieron luego a los habitantes de la ciudad y confirieron a aquéllos los car-gos de gobernadores y magistrados, juzgando, que como eran cuidadosos en sus negocios privados seríanlo también en los negocios públicos. No somos más que seres fragmentarios de una contextura tan informe y diversa, que cada pieza de las que nos forman, y cada momento de nuestra vida, hacen un juego distinto, y se encuentra diferencia tan grande entre no-sotros y nosotros mismos, como la que existe entre nosotros
y los demás hombres: Magnam rem puta, unum hominem age-re 10.
Puesto que la ambición puede enseñar a los mortales la práctica del valor, la de la templanza, la de la liberalidad y hasta la de la justicia; puesto que la codicia puede llevar bríos al pecho de un marmitón educado en la sombra y en la ocio-sidad, y hacer que se lance muy lejos del hogar doméstico a la merced de las ondas y de Neptuno irritado, en un frágil barco; puesto que también enseña la discreción y la prudencia, y Venus provee de resolución y arrojo a la juventud que per-manece todavía bajo la disciplina y la vara, al par que subleva el tierno corazón de las doncellas, aún en el regazo de sus madres:
Hac duce, custodes furtim transgressa jacentes,
ad juvenen tenebris sola puella venit 11:

no es de ningún modo cuerdo ni sensato el juzgarnos so-lamente por nuestras acciones exteriores, es preciso introdu-cir la sonda hasta lo más recóndito de nuestra alma y ver cuá-les son los resortes que la ponen en movimiento. Empresa ardua, elevada y sujeta a mil conjeturas, en la que yo quisiera ver ocultos a muy pocos, por las muchas dificultades que en-cierra.


1 No es un plan excelente el que no puede modificarse. Ex Publii Mimis.2 Abandona lo que quería poseer; de nuevo vuelve a lo que ha dejado; siempre flotante, él mismo se contradice sin cesar. HORACIO, Epíst., I, 198. (N. del T.)
3 Nos dejamos llevar como el autómata sigue a la cuerda que lo conduce. HORACIO, Sat., 7, 82. (N. del T.)
4 ¿Acaso no vemos que el hombre busca siempre algo, sin saber lo que desea, y que cambia sin cesar de lugar como sí así pudiera verse libre de la carga que lo abruma? LUCRECIO, III, 1070. (N. del T.)
5 Los pensamientos de los mortales, sus duelos y alegrías, cambian con los días que Júpiter les envía. Odisea, XVIII, 135. (N. del T.)6 En términos capaces de animar al más tímido. HORACIO, Epíst., II, 2, 36. (N. del T.)
7 Grosero y todo como era, respondió: «Irá allí quien haya perdido su cau-dal.» HORACIO, Epíst., II, 2,39. (N. del T.)
8 Para seguir una conducta uniforme es necesario tomar como punto de partida un principio invariable. CICERÓN, Tusc. quaest., II, 27. (N. del T.)
9 De modo que siga sin desviarse jamás el camino que se ha trazado. CI-CERÓN, Parad., V, I. (N. del T.)
10 Vivid persuadido de que es bien difícil ser constantemente el mismo hombre. SÉNECA, Epíst., 120. (N. del T.)
11 Instigada por Venus la joven pasa furtivamente junto a los que la vigilan, y sola, durante la noche, se dirige en busca de su amante. TIBULO, II, 1, 75. (N. del T.)

Michel De Montaigne.